jueves, 4 de febrero de 2010

Tres veces


A las diez menos cuarto estoy en la esquina del salón Bahía. Hace tres horas que entró. En ese tiempo ha salido y entrado dieciséis veces. Unas veces, solo para sentarse con algún otro parroquiano en la terraza del Salón Bahía. En una ocasión, bajó hasta la plaza y habló con dos jóvenes senegaleses en un banco, el banco junto a la primera palmera. Después, volvió, aparentemente satisfecho. Son las diez menos cuarto. Dentro se escucha la algarabía típica. Entro. Sonrío y elijo la esquina debajo del televisor: dos camareros y doce personas. Seis pertenecen al mismo grupo, jóvenes entre veinte y veinticinco años que beben caña corta y juegan a la máquina del bingo. Él está con otros dos paisanos, en la esquina contraria, hablan a gritos lo mismo de fútbol que de lo que le sucedió a uno de ellos hace tres días en la plaza de las flores. Él bebe agua. Quedan otras tres personas. Una mujer de mediana edad y a la que todos parecen conocer y tratar con condescendencia está sentada sola y en silencio en una mesa, mirando hacia el televisor. Un anciano de barba blanca le acompaña en el gesto y en la falta de palabras, pero él está sentado en un taburete de la mesa y nadie le trata con condescendencia. El último soy yo. Y yo pido una cerveza y sonrío al camarero que no me la devuelve. Después, palpo un bulto en el interior de mi chaqueta de cuero de corte tieso y convencional. El camarero tira mi caña mientras yo paso al lado del anciano que no muda el gesto y ella en la mesa no me mira y cuando llego a la altura de los tres parroquianos, él es el primero en levantar la cabeza. Sonrío. El bulto se convierte en revolver, le apunto y le disparo tres veces en la cabeza sin darle tiempo a abrir la boca ni a cerrar los ojos. Silencio. Nadie se mueve. Solo se oye la música de las máquinas. El camarero había dejado la caña sobre la mesa. La bebo de un trago. Silencio. Sonrío. Cuando vuelvo hacia atrás, sin temer por mi espalda, paso al lado de ella y mirando hacia el televisor digo hola. No oigo nada. Me vuelvo lentamente, la sonrío, reconozco sus ojos, ella los míos y disparo tres veces en otra cabeza. Después salgo de allí por mi propio paso, sin mirar atrás, sin prisa, con la dirección fija en el laberinto del Pópulo.

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