martes, 30 de marzo de 2010

La Bien Querida


Esta mañana escuché en el jardín de tu casa
una canción que decía algo parecido
a lo que venía pensando
mientras tú leías un libro
y me quedé sin palabras
porque no tuve ni tengo el valor de decirlo
"De momento abril"

viernes, 26 de marzo de 2010

Jim, Miles, ella y yo


Salgo al porche y enciendo un cigarrillo. Hace frío y subo los cuellos de la chamarra. Se escucha el tráfico de la autopista a unos cincuenta metros, detrás de una arboleda que apenas parece una sombra. Aún está amaneciendo. Respiro, fumo, juego con el vaho. Esto parece una foto de Jim Marshall, ¿sabes? Ella ha aparecido por detrás y me abraza. ¿Cuál? Si tú fueras Janis Joplin y yo cualquier músico de acompañamiento y lo nuestro una historia de amor imposible, Jim Marshall debería estar aquí para sacarnos una foto en este porche. El sol aparece tímidamente detrás de la arboleda, por encima del ruido de la autopista. Se aparta, se abrocha la chaqueta y me quita el cigarrillo. Mira al mismo sitio hacia el que miro yo: Y si esto no fuera Burgos, claro.
Le da una calada, lo tira al vacío, y dándose media vuelta, cierra la escena: me vuelvo a la cama.
Yo me quedo allí de pie. Y pienso: ¿qué demonios quería decir con lo de Jim Marshall? Tío, parece que no reconoces el valor de las cosas si no se detienen en un instante, ¿me entiendes? No, no lo entiendo. Quiero ser Miles Davis en esa fotografía detenida en la que pierde la mirada porque mira música, su cerebro está lleno de música, sus ojos están llenos de música, y tú no lo entiendes. Busco otro cigarrillo y lo enciendo, y me siento en las escaleras y observo como el sol empieza a escalar la arboleda y se va acercando hasta el aparcamiento del motel. Puede que esto sea Burgos, que ella no sea Janis Joplin, que yo nunca consiga ser Miles Davis y que a Jim Marshall ya no le apetezca sacar fotos, pero la potencia está aquí, suspendida en el aire, inútil y desaprovechada.

Media hora más tarde, me despierta con una toñeja. Me incorporo de golpe. Estoy entumecido. ¿Cuál? Te has quedado dormido en las escaleras, por dios. Está vestida y lleva el bolso en la mano. Me voy a desayunar, anda, lávate la cara y vístete, te espero en el restaurante.
Cuando llego ya ha terminado sus tortitas y su café. Está fumando en silencio y leyendo el periódico. Un estruendo agudo anuncia mi entrada en el café, la puerta deja de chirriar cuando la cierro. No hay nadie. Solo ella, sentada al final, en una mesa, junto a la ventana, y detrás se ve el tráfico de la autopista, sombras multicolores que aparecen y desaparecen a cientocincuenta kilómetros por hora. Ya no hace frío fuera, ni dentro, y huele a café rancio y a moqueta. Un camarero de pelo revuelto y sonrisa falsa aparece por el fondo de la barra. Me acerco después de decirle hola a ella con la mano. Un café y... ¿Tostadas? Sí, ¿con aceite, tomate? No, mantequilla. Bien, yo se lo llevo, caballero.

No levanta la cabeza cuando llego. Enciendo un cigarro y miro el tráfico: es gracioso verlo sin escucharlo, como un televisor con la voz en off. Qué lees, la pregunto sin mirarla. Hace un ruido enternecedor, y con habilidad, gira el periódico y lo coloca de tal manera que soy yo el que lo lee. Fíjate tú, dice.
Y leo: fallece el fotógrafo de estrellas de rock Jim Marshall. Sigo: El artista se hizo famoso en los años 60 con sus imágenes de festivales como Monterrey o Woodstock.
Llega el camarero: aquí tiene caballero, un café con leche y unas tostadas. ¿Desean algo más? Tráigame a mí otro café, gracias, dice ella, que vuelve a mirar un segundo después: ¿qué, Miles?, ¿quién te va a sacar ahora las fotos?

Me siento rodeado, físicamente, por el café, las tostadas, el cigarro, el periódico, la silla, la mesa, ella, el camarero, la moqueta, el tráfico que no se oye. Me siento sucedáneo. Extrañamente estúpido, engañado. Tengo la resaca de la antesala de la enésima renuncia a estallar. No sé quién es ella, no sé quién soy yo, no sé quién es Jim Marshall y no sé por qué voy a Burgos y toda esa retahíla que cualquiera esperaría que retumbara en mi cabeza durante los veinte segundos que permanezco en silencio, con el morro arrugado, el cigarro consumiéndose entre los dedos, mirando las letras impresas del periódico como si se fueran a echar a andar.

¿Qué?
Nada.
En fin.

Vuelve el camarero con su café y hago clic, ya está, sonría por favor.

martes, 16 de marzo de 2010

Hotel con encanto


Hemos caminado demasiado, demasiado lejos. Pero ha merecido la pena. Desde aquí arriba se ve todo. El valle, el pueblo abajo, todo eso. El río. También se ve el río. Seguro que si fuera un día soleado se vería todo aún mejor. En realidad, estamos a diez minutos de la casa, pero parece que hemos caminado durante años. Primero por un camino vecinal que dibujaban los muros de las huertas, después ella dijo vayamos por aquí, y seguimos por una pista forestal embarrada. Dijo que le gustaba mancharse los zapatos y sonrió. Yo solo asentí y eso fue todo lo que hablamos. Quizás por eso parece que hemos caminado hasta hacernos viejos. Pero ha merecido la pena: el valle, el río, las montañas al fondo. Creo que a ella también le gusta.
- Antes de que te pongas romántico, déjame decirte una cosa.
Doy un paso hacia adelante y me pongo a su altura, casi al borde de un talud de hierba fresca que me imagino como un precipicio. Desde allí también se ve la casa, con su tejado húmedo. La sonrío y ella bosteza.
- Antes de que te pongas romántico, hadme un favor...
- Lo que quieras.
Yo también bostezo. La noche ha sido larga. La noche ha sido intensa. Ella se quedó dormida, pero yo seguí pasando canales sin subir la voz del televisor. El resplandor dibujaba sombras sobre su espalda, pero no me atreví a acariciarla.
- ¿Has traído el móvil?
Digo que sí con la cabeza. Busco en el abrigo pero lo encuentro en el bolsillo del pantalón.
- Aquí está.
Quizás ella mira hacia abajo y ve otra cosa, ve algo, sabe el nombre del río, conoce a alguien en la ciudad. Yo veo un valle, un río, unas montañas al fondo. Un día nublado que me ayuda a que todo parezca aún más real, mucho más real de lo que empiezo a pensar que es, pero eso solo es porque vuelvo a bostezar.
- ¿Te importaría marcar un número?
- Dime.
Dice el número y se agacha hasta que se queda de cuclillas. Marco el número sin pensarlo. Espero a que de señal. Después bajo el brazo y susurro:
- Toma.
Nadie lo coge. Dejo de mirar al horizonte, pero ella no, pero ella dice que no con la cabeza y sin mirarme añade:
- Es para ti.
Tiemblo mientras me llevo el móvil otra vez a la oreja. Ya habían cogido. Silencio. El valle es ahora más inmenso, el río más bravo, la ciudad más grande, el día más nublado. No sé por qué pero pregunto.
- ¿Quién?
Y ella contesta:
- Págala, paga el hotel y vuelve a casa. Tenemos que hablar.
Se pone de pie, se vuelve, pone su mano sobre mi hombro y volviendo hacia el camino de tierra susurra:
- Al menos, el hotel era bonito.

martes, 9 de marzo de 2010

Hasier Larretxea


La libertad
es abandonar en pocos segundos
todo lo que te rodea
y comenzar una nueva vida.
Tener la oportunidad de hacerlo,
sin saber a dónde ir, ni qué hacer.
Azken bala / La última bala

Sofía Castañón


Como en las películas, aún creemos
en la magia del verano
el poder del amor
la voluntad del destino.
Animales interiores

lunes, 8 de marzo de 2010

El puto gato


Hacía frío.
Acababa de ver a una ardilla enredando en el cenicero del balcón. Ella había dicho algo desde su habitación, pero no la hice caso. Lo gritó otra vez, y seguí sin prestarle atención, pero dije que sí mientras intentaba convencer al puto gato que se llamaba Maverick de que me dejara sentarme en el sofá.
No lo conseguí y me fui al frigorífico. Cuscus por todas partes y muchas ganas de devolver. Las bolas de carne picada seguían en los tuppers del Spaghetti Works.
Ni tan siquiera sé qué ostias comer, joder.
Volví a la sala de estar y me senté en el otro sofá mientras el gato me miraba ufano. Más de setenta canales y empecé a viajar de uno a otro. El último era un canal de videos musicales. Me atrajo un video de My Chemical Romance, de la música no me acuerdo. Justo el siguiente fue Oceans Breathes Salty de The Modest Mouse. Apareció por el salón y me preguntó: ¿me has oído?
Pero no la hice caso.
Oye, dijo.
Y dije que sí con la cabeza.
¿Vamos entonces?
Y dije que sí sin dejar de mirar el televisor. Movía los labios, mi pierna derecha temblaba ligeramente. Vi como el hijoputa del gato se levantaba para dejar que ella se sentara en el sofá. Cabrón.
¿Quiénes son?, preguntó.
Y me encogí de hombros mientras mi pierna derecha temblaba y mis labios se movían sin saber qué decir.
Fuimos al puto bar porque yo había dicho que sí. In my head in my heart in my soul iba silbando mientras ella conducía. Nos encontramos con esta puta gente. Supongo que el puto gato volvió a subirse al sofá. Tenía hambre y mientras ellas hablaban, yo miraba un puto partido de fútbol americano en el televisor del bar. Mi pierna derecha aún temblaba. Y al despedirnos mascullé puto gato una vez más. Puto es una palabra agradecida. Nunca te exige nada. Todo eso pensaba mientras les daba dos besos para despedirnos.
Volvimos a su casa. Volví al canal musical pero ya no estaban. Me voy a acostar, debió decir, y también creo que preguntó si por la mañana iba a seguir allí. , debí decir.
Ella se acostó en su cama y yo dormí en el sofá. Sin noticias del puto gato. A las cinco de la mañana un ruido me despertó. La ardilla había vuelta al cenicero. El gato, de espaldas, me dio un susto de muerte. Cabrón, le susurré. Miré el reloj: las cinco y cinco de la mañana.
Me vestí, me lavé los dientes sin hacer ruido, hice la mochila y me fui de allí dejando una nota en el frigorífico: me voy, tengo prisa, te llamo, por cierto, no me gusta el cuscus.
Eran las seis menos veinte de la mañana y me metí en la gasolinera de la salida: una lata de mountain dew, una chocolatina hershey y un paquete de lucky. Leí el periódico, vi las noticias en el televisor. A las siete en punto cogí el coche y conduje hasta el downtown. Todo cerrado.
Busqué la cafetería que sabía que estaría abierta y me tomé cuatro cafés solos mientras leía a Sam Shepard y miraba el reloj cada veinte minutos. A las nueve me di una vuelta por el Old Market. Un policía receloso me siguió de lejos durante unos minutos. Me senté en la puerta de la tienda de discos, saqué el libro de Sam Shepard y el paquete de lucky e intenté no quedarme dormido. Al cabo de una hora, un tío de barbas con una camisa de cuadros y unos vaqueros raídos me despertó con el ruido de las llaves.
Hey, man.
Hey you.
Can I help you?
I was just waiting for you to open the fucking cat, door, sorry.
Couple of minutes, dude.

Y los esperé. Después entré, y me sonrió como si no acabara de hablar conmigo. Tenía puesto un chaleco y en el chaleco tenía clavada una chapa muy guay: Can I help you?
Modest Mouse.
What?
Oceans Breathes Salty and lalala
, le contesté.
Y me guiñó un ojo. Se excusó y volvió en un par de minutos: Here You Are.
Al salir, el poli seguía en la esquina pero ya no se acordaba de mí. El resto de las dos horas de vuelta a casa escuché aquella canción como unas treinta veces seguidas. De manera enfermiza, cambiando la letra para gritar: fucking cat fucking cat fucking cat. El ratón modesto corría delante, pero el coche no podía evitar seguir con las ruedas pegadas al asfalto.

Isaac Brock


Your body may be gone
I'm gonna carry you in
in my head in my heart in my soul
and maybe we'll get lucky and we'll both live again
Well
I don't know I don't know I don't think so
Oceans Breathes Salty in Good News For People Who Love Bad News

martes, 2 de marzo de 2010

Robert F. Sayre


American poetry is autobiographical because the ideas need embodiment in a person, and the most available person is not Columbus, or Hiawatha, or John Brown but the poet who represents these and all other heroes.
Autobiography and the Making of America in Autobiography: Essays Theoretical and Critical de James Olney

lunes, 1 de marzo de 2010

Leopoldo Sánchez Torre


... la poesía no puede dar vueltas sobre sí misma y repetirse sin cesar y sin sonrojo; si queremos decir - si queremos, por ejemplo, decir de amor, después de siglos de tradición petrarquista - no debemos hacerlo ya sin la distancia irónica, sin la perspectiva esquinada, sin el asedio a los márgenes. Hablemos del amor en los tiempos del crédito, hagamos cuentas con las hipotecas del amor ("el precio de un pedazo de vida / que unos tienen / y otros no"), sencillamente: crudamente.
Elogio de la dispersión, en Animales interiores de Sofía Castañón