sábado, 24 de julio de 2010

Francis Scott Fitzgerald


Yet high over the city our line of yellow windows must have contributed their share of human secrecy to the casual watcher in the darkening streets, and I saw him too, looking up and wondering. I was within and without, simultaneously enchanted and repelled by the inexhaustible variety of life.
The Great Gatsby

viernes, 9 de julio de 2010

Diez centímetros


A diez centímetros del precipicio. Me gusta. Ahora voy y sueño que me tiro. Que te tiras un pedo, cabrón. Dice mi madre que siempre que cuento una historia estoy borracho. Bueno, decía… y estaba, aunque ahora también estamos borrachos. Hemos vevido al menos lo suficiente para escribirlo con uve. Los dos compartimos una cosa, que tenemos argumentos para ser patéticamente victimistas. Yo cuento su historia: tenía mujer y dos hijas, y un perro, y un Audi de segunda mano y un trabajo cómodo y bien pagado. Ahora no tiene nada. Pero se ríe y el que se tira el pedo es él. Apuntando al vacío que se abre a diez centímetros. El mar ruge ahí abajo y me gusta. Hace un día soleado y el horizonte sirve para ponerle un fondo al escenario, para nada más. Mi historia, por cierto, es más triste aún: yo odiaba los Audi y no me gustaban los perros, tenía un trabajo de mierda y mi novia no quería tener hijos. Ahora, estoy apunto de perderlo todo.
Porque el clímax no existe, cuando se tumba sobre la hierba y bosteza, le digo:
- ¿Has probado alguna vez las peras al vino?
Se ríe con dejadez y no contesta:
- Mi madre las hacía los días señalados y no las podía ni ver. Y tú te crees que la primera vez que las probé fue en una fiesta que organizaba una belga y preparadas por un americano de Buffalo.
- ¿Y te gustaron?
- Pues no, la verdad es que no.
Bosteza otra vez y se estira de tal manera que los pies le cuelgan más allá de los diez centímetros que nos sirven como frontera.
- Peras al vino… a quién se le ocurriría. Con el vino no se juega. Ni se cocina.
- Ni se conduce.
- Por eso, así que luego nos volvemos andando.
Y me vuelvo para ver el coche abandonado a unos doscientos metros, justo donde terminaba el camino de tierra que llevaba hasta al acantilado.
Mi madre es peluquera, así que ahora no me cuesta nada contaros que él perdió a su mujer porque bebía pero luego ella murió de cáncer unos meses después de que él dejara la bebida. Las hijas no le perdonaron nunca. Hay cosas que no se entienden, y ellas no supieron superar la extraña asociación que hicieron entre la enfermedad de su madre y la de su padre. Lo del coche fue otra cosa. Lo del trabajo ocurrió cuando volvió a la bebida. Lo del perro fue parecido a lo de sus hijas. Los perros son aún más sensibles que las hijas. Lo mío es distinto, pero como mi padre era un troquelador de pocas palabras, me lo voy a ahorrar, y solo os digo que ahora a mi novia si le gustan los niños y hasta quiere un Audi y un perro y un novio al que le gusten todas esas cosas. Así se lo conté a él cuando nos conocimos con los codos juntos en la barra del bar. La emigración ofrece estos extraños nexos de unión. También ayudó que nos gustara el vino.
Por cierto, de un último trago termina la última botella y se incorpora. Mira hacia el vacío y lanza hacia allí la botella. Se asoma sin miedo para ver como se rompe contra las rocas. O quizás cae al mar, porque yo no me asomo. Le tengo miedo a las alturas, o las alturas me tienen miedo a mí, no sé muy bien. Me atraen, pero me repelen. Y si yo las repelo, me atraen aún más. Estoy pedo.
- Te voy a hacer una pregunta.
Dice poniéndose de pie.
Yo le miro.
- Tú… ¿Tú eres consciente de lo patético que es todo esto?
Me río y evito su mirada. Por mucho que seamos sarcásticos, la conciencia sigue siendo igual de jodida.
- No, en serio, tío. ¿Tú eres consciente?
- Lo soy.
Me gusta el fondo de este escenario. Me gusta como huele el mar ahí abajo, la palpitante presencia del vértigo como si fuera la chirriante musiquilla interminable de un despertador irritante. Qué graciosa metáfora, ¿verdad?
- Eres consciente entonces, eso está bien. Pues ahora elige.
- ¿Cuál?
- Elige, digo, tienes diez segundos uno por cada centímetro. Elige entre A y B, entre B y A.
- ¿Entre qué?
- Tú elige.
- ¿Pero el qué?
- Uno.
- Voy a elegir…
- Dos.
Está haciendo unos extraños estiramientos.
- Tres.
- ¿Qué haces tío?
- Cuatro.
- Volvamos al bar.
- Cinco.
Me vuelve a mirar y se ríe.
- Seis, elige tío.
- Pero el qué.
- Siete.
- ¿Un Audi? ¿Quieres que elija un modelo de Audi?
Se ríe y me vuelve a mirar. No le conozco. No porque no le conozca, que no le conozco, no le conozco. Esos ojos no los conozco. No entiendo. No entiendo todo esto. Soy un puto crío. Un ignorante. Hay una esencia que no aprecio, que solo temo, como me pasa con las alturas.
- Ocho.
- Voy a elegir un perro también, ¿sabes? Me gustan los Yorkshires, me sientan bien con las blusas floreadas.
- Nueve.
- Ya está. Solo me quedan un par de hijas…
El silencio es espeso. El tiempo es rugoso. La brisa del mar, el oleaje, el fondo del escenario, todo es irreal.
- Diez.
Murmura. Y me río cuando le veo saltar al vacío. Diez centímetros. Como una lívida frontera entre la realidad y la ficción. Elijo la segunda. Y no me asomo para ver si cae al agua o sobre las rocas.