lunes, 24 de mayo de 2010

Poppy Z. Brite


Muy bien, pensé. Me hundiría en la tierra, vertería los jugos nutritivos de mi cuerpo en las raíces de brezo, dejaría que los los gusanos y los escarabajos desmenuzasen la masa de carne tierna entre mis huesos. Pero la tierra tampoco me aceptaba. Estaba atrapado dentro de la bóveda de cielo, tierra y mar, separado de todos ellos y fundido solamente con mi propia carne miserable.
El arte más íntimo

martes, 18 de mayo de 2010

Neil Campbell


As in a complex transfusion, any closed system needs "new blood", any rooted space needs rerouting and opening up, any house must be unhoused.
The Rhizomatic West

domingo, 16 de mayo de 2010

Los pistachos


Dale (léase Deil) tiene que comprar pistachos. Kerry (léase como se escribe) le pregunta por qué justo antes de estornudar y quejarse de las putas corrientes. Así que Wax (léase Güaks) no deja que Deil conteste y repite ¡las putas corrientes! Esta casa está llena de corrientes, repite Kerry y dice que sí con la cabeza, ajeno al sarcasmo de Wax que si entiende Putnam (léase petnen, o al menos así lo digo yo), y se ríe pero se aburre y cree que puede ser mejor volver a lo de los pistachos, así que mientras yo me levanto para cerrar una ventana que abrí hace tan solo cinco minutos por el intenso humo del tabaco, Putnam pasa de Kerry y Wax y sorprende a Dale que había vuelto a sentarse en el sofá con la chamarra ya puesta y las llaves del coche en la mano: ¿pistachos? Dale tampoco entiende el sarcasmo y nuevamente repantingado en el sofá dice que sí, con la cabeza, y se explica: los pelo, los troceo, los machaco y los mezclo con el pienso, a mi perro le encantan. Todos nos callamos: alguien habla del austrolopitecus en el televisor. La noche se echa encima. Yo vuelvo a mi silla, cojo el taco de cartas, y barajo sin interés. Toda la tarde tirados sin hacer nada. Con la ventana cerrada, el olor a marihuana es más intenso que nunca. Quiero decir: tíos, yo tengo cosas que hacer, pero igual es por la hierba, o por el cóctel de marinada y cointreau que se empeñó en inventar Kerry o por la molicie instantánea y perenne de esta época del año, de este periodo de mi vida, de esta experiencia vital en general y no me voy a poner más reflexivo. El caso es que no puedo decir lo que quiero. Es la censura del abandono trascendental. Me gusta, me hace cosquillas, aunque también se me ha dormido la pierna. Dale se levanta de una vez por todas y salta sobre las piernas de Kerry tumbado en el suelo y pasa rápido por delante del televisor y ya en la puerta de la cocina, se gira, y apenas vocaliza: vuelvo en un minuto. ¿Te llevas el coche?, le pregunta Kerry con las manos cruzadas sobre el estómago. Ya se ha dado la vuelta y se escuchan sus pasos por el pasillo. ¡El puto economato está a dos manzanas! Le grita Wax que ha empezado a liarse otro porro mientras Putnam le mira sin prestarle atención. Bostezo. Si vas a hacerte un porro, abro la ventana, y me pongo de pie. Suena el timbre al fondo del pasillo. Yo no voy, digo. Kerry se ríe: la ostia, los austrolopitecus. Un ligero golpe en la ventana a donde aún no he llegado. La abro. Dale está debajo, con el coche en marcha, y con los brazos en alto. La última piedra que tenía en la mano, la tira pero no llega a la ventana. Dile que me traiga a mí también pistachos, Kerry está buscando el mando del televisor por el suelo. Wax y Putnam comparten el cigarro mientras bostezan en conjunto. Qué ostias quieres, le grito a Dale y con los brazos aún en alto grita: ¡hay un 187 en la parroquia!

Kerry se pone de pie como un resorte pero Putnam ya ha salido corriendo por el pasillo. Wax le da un último tiro al porro, me mira, ¿por la ventana? Y sin pensarlo, salto al alféizar, de ahí caigo a la cubierta y Wax me sigue hasta que saltamos los dos al mismo tiempo sobre el césped mullido. Kerry ya corre hacia el coche. Dale al volante aprieta el acelerador. Mientras chirrian las ruedas al girar en la esquina, Dale sin inmutarse grita sobre la música a todo trapo de The Mohawks: ¡tengo que parar a comprar los pistachos! Frenazo.

sábado, 15 de mayo de 2010

Lavina Fielding Anderson


The way we arrange the words is determined by and in turn determines the way we arrange our reality.
The Grammar of Inequity in Women and Authority

viernes, 14 de mayo de 2010

Jaquelberrifin vuelve a casa…


Dios, siempre he odiado las historias sobre gente que regresa a casa. El anuncio del Almendro y todo eso, siempre he odiado ese tipo de historias. Y ahora mírame, de vuelta en casa. Me retumban todas las palabras. ¿Vuelta? ¿Casa? Qué ganas de ser jodidamente irónico. Casa, dice. ¿Dónde? No hay nadie. Hay paredes. Tienes una puerta, una llave que la abre. Todo. Tienes una puta casa a la que has vuelto. ¿Y qué? No hay nadie en casa. Eso es lo que pasa cuando vuelves no por Navidad, si no por un funeral. Habría pasado lo mismo si hubiera vuelto por un cumpleaños, ¿verdad? Me retumban todas las putas palabras. Quizás es por el vacío de la casa. Pero no pienso ponerme triste, si es que sé lo que es eso, que lo sé, pero he trabajado durante tanto tiempo mi sarcasmo que he acabado por creerme que me gusta ser extranjero. Yo elegí. Elegí las rutas en lugar de las raíces. Quise que mi identidad fuera ésa: móvil, perecedera, espontánea, imprevista, esquiva, aérea, fluctuante. Lo quise y lo quiero. Quiero sentir este dolor porque sé que es pasajero, que existe, pero soy pasajero de los viajes que me alejan más que me acercan. Y eso me gusta. Me gustan los paisajes. No me gustan los espacios. Ése he sido. Ése elegí ser. Odio hablar en pasado, en presente perfecto. Me retumban los tiempos verbales. Sabía que iba a pasar esto. Sabía que iba a volver aquí, porque volver e ir forman parte del mismo movimiento. Me retumban las paredes, la puerta, la llave, los marcos de los cuadros y las fotos que quedan en el centro. Casa, dice. Es lo que quisiste. No hay que buscar las conclusiones, no te gustan los destinos, sabes que no tiene sentido, pero ya está. Quizás es por el vacío de la casa. Quizás es que no puedes llenarlo. Quizás es que no te llena. Quizás jamás puedas ser Huckleberry Finn.

miércoles, 5 de mayo de 2010

A qué huele la noche


Todo parece detenido. La noche huele. No sé a qué huele pero huele. Quizás son los árboles o la yerba. Hay luz en la casa. Creo que es el salón. No puedo perder más el tiempo pensando en que la noche huele, pero me gusta. Me gustan las sombras. Tengo el mar de espaldas y lo oigo. Me descalzo y me gusta. Me gusta todo esto. Pero no puedo entretenerme. Tengo dos mentes, y hay una que empieza a molestarme. Así que susurro mientras me escondo detrás de un árbol cuando veo que se aproxima una luz por la carretera que corre paralela a la orilla, así que susurro: piensa y déjate de olores. Vuelvo a asomarme a la valla pero la yerba me hace cosquillas en los dedos. Me concentro: cuarenta y cinco metros. En la primera tanda, treinta metros. Suelo, en la zanja. Treinta segundos. Obserbas. Diez metros hacia el este en ese cae detrás del coche. El camino es de tierrilla, sálvalo, cinco metros de rodeo en contra de la luz. Bajo el porche. Treinta segundos. Tres pasos, dos pasos, tres pasos, puerta de la cocina. Treinta segundos. Ventana. Tres pasos, gateas, diez segundos. Ventana del salón. Ya está. Pero mientras tanto ha seguido cosquilleándome la yerba en los dedos. La noche huele a yerba y sal. El cielo fucsia. No sé por qué conozco la palabra fucsia. Todo parece detenido. Me gusta como huele. Cállate. Me gusta como huele. Cállate, joder. De un golpe seco, salto la valla y me lanzo al suelo. La yerba está húmeda. Es agradable. Desde el suelo el cielo parece enorme, la casa gravita. No sé dónde he aprendido esa palabra. Corre, agáchate, recuerda, treinta metros hasta la zanja. La luz sigue encendida. Corro, agachado, recuerdo, me tiro a la zanja. Es arena. Un antiguo bancal. Estoy de espaldas. El mar se ensancha, se agranda, se pierde en el horizonte. No sé qué ostias me pasa, coño. Los árboles silban. La noche se aproxima con su olor a yerba y sal. Treinta segundos. Salto, en zig zag, en silencio, no se me oye, no camino, no corro, levito sobre la yerba, soy bueno, llego al coche. Frío. Evito la gravilla, cinco metros de rodeo y la luz sigue encendida en el salón. Bajo el porche. Empiezo a contar los segundos: treinta. Uno, dos, tres... La madera blanca, recién pintada. Oigo el susurro del televisor. Me concentro: oigo el viento en las copas de los árboles. Entre los bastones veo el cielo. Fucsia. Malditamente fucsia, joder. Veinte segundos. Veintiuno. Saco el revólver. Veintidós. Tío, vamos. Se oye una lechuza. No sabes cómo coño suena una lechuza. Oigo el mar. Veinticinco. Huelo la yerba. Veintisiete. Me palpita el corazón. Veintiocho. Me gusta el color del cielo. Salto, tres pasos, dos pasos, tres pasos, puerta de la cocina. Treinta segundos. Ventana. No mires. Miro. Le veo. Sentado en el sofá. Humea el café. Parpadea el televisor. Tiene un libro abierto en el regazo. Veinte segundos. Me palpita el puto corazón. Te palpita el puto corazón. Tu puto corazón fucsia, huele a sal a yerba a lechuza. Mierda. Quince segundos. Mierda. Eres bueno. Eres el mejor. Cinco segundos. Gateo. Dos pasos, no tres, treinta segundos, no diez, ventana, esta ventana no. Lechuza, café, televisor, sofá, mar, cielo, sal, yerba, mierda. Revólver. Un segundo, dos, tres. Mierda.