miércoles, 5 de mayo de 2010

A qué huele la noche


Todo parece detenido. La noche huele. No sé a qué huele pero huele. Quizás son los árboles o la yerba. Hay luz en la casa. Creo que es el salón. No puedo perder más el tiempo pensando en que la noche huele, pero me gusta. Me gustan las sombras. Tengo el mar de espaldas y lo oigo. Me descalzo y me gusta. Me gusta todo esto. Pero no puedo entretenerme. Tengo dos mentes, y hay una que empieza a molestarme. Así que susurro mientras me escondo detrás de un árbol cuando veo que se aproxima una luz por la carretera que corre paralela a la orilla, así que susurro: piensa y déjate de olores. Vuelvo a asomarme a la valla pero la yerba me hace cosquillas en los dedos. Me concentro: cuarenta y cinco metros. En la primera tanda, treinta metros. Suelo, en la zanja. Treinta segundos. Obserbas. Diez metros hacia el este en ese cae detrás del coche. El camino es de tierrilla, sálvalo, cinco metros de rodeo en contra de la luz. Bajo el porche. Treinta segundos. Tres pasos, dos pasos, tres pasos, puerta de la cocina. Treinta segundos. Ventana. Tres pasos, gateas, diez segundos. Ventana del salón. Ya está. Pero mientras tanto ha seguido cosquilleándome la yerba en los dedos. La noche huele a yerba y sal. El cielo fucsia. No sé por qué conozco la palabra fucsia. Todo parece detenido. Me gusta como huele. Cállate. Me gusta como huele. Cállate, joder. De un golpe seco, salto la valla y me lanzo al suelo. La yerba está húmeda. Es agradable. Desde el suelo el cielo parece enorme, la casa gravita. No sé dónde he aprendido esa palabra. Corre, agáchate, recuerda, treinta metros hasta la zanja. La luz sigue encendida. Corro, agachado, recuerdo, me tiro a la zanja. Es arena. Un antiguo bancal. Estoy de espaldas. El mar se ensancha, se agranda, se pierde en el horizonte. No sé qué ostias me pasa, coño. Los árboles silban. La noche se aproxima con su olor a yerba y sal. Treinta segundos. Salto, en zig zag, en silencio, no se me oye, no camino, no corro, levito sobre la yerba, soy bueno, llego al coche. Frío. Evito la gravilla, cinco metros de rodeo y la luz sigue encendida en el salón. Bajo el porche. Empiezo a contar los segundos: treinta. Uno, dos, tres... La madera blanca, recién pintada. Oigo el susurro del televisor. Me concentro: oigo el viento en las copas de los árboles. Entre los bastones veo el cielo. Fucsia. Malditamente fucsia, joder. Veinte segundos. Veintiuno. Saco el revólver. Veintidós. Tío, vamos. Se oye una lechuza. No sabes cómo coño suena una lechuza. Oigo el mar. Veinticinco. Huelo la yerba. Veintisiete. Me palpita el corazón. Veintiocho. Me gusta el color del cielo. Salto, tres pasos, dos pasos, tres pasos, puerta de la cocina. Treinta segundos. Ventana. No mires. Miro. Le veo. Sentado en el sofá. Humea el café. Parpadea el televisor. Tiene un libro abierto en el regazo. Veinte segundos. Me palpita el puto corazón. Te palpita el puto corazón. Tu puto corazón fucsia, huele a sal a yerba a lechuza. Mierda. Quince segundos. Mierda. Eres bueno. Eres el mejor. Cinco segundos. Gateo. Dos pasos, no tres, treinta segundos, no diez, ventana, esta ventana no. Lechuza, café, televisor, sofá, mar, cielo, sal, yerba, mierda. Revólver. Un segundo, dos, tres. Mierda.

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