sábado, 12 de junio de 2010

La final del Mundial


Te voy a contar una cosa para que sepas de verdad quién es tu padre: la primera vez que me partieron la cara, la Italia de Paolo Rossi ganó el Mundial de España de 1982. Tú ni te acordarás, qué te vas a acordar. Ahora te gusta pegarle patadas al balón, pero no sabes ni quiénes era Karl Heinz Rummenige o Michel Platini. Para qué. Ya sabes quiénes son Messi y Cristiano Ronaldo. Ni tan siquiera te hace falta atender a tu padre cuando habla de Manolo Sarabia. Ya no sale en los cromos de los álbumes, ¿verdad? Pero existieron. Todos existieron, y ahora no sabemos muy bien para qué, pero en su día servían para dar alegrías, o algo así. Digo yo que también venderían camisetas, claro. Creo que Johan Cruyff hasta hacía anuncios de pintura acrílica. A lo que iba, que me partieron la cara. Y me lo merecía. Era la final del mundial, yo estaba borracho y el tío que me cruzó la cara tenía toda la razón de su parte. Delante de todo el bar, antes de que pitaran el final de la primera parte, se dio media vuelta, me miró primero a los ojos, y cuando fui a abrir la boca para tartamudear, me la cerró de un puñetazo certero. No te lo creerás, pero estas cosas ocurren: recuerdo con claridad los segundos sostenidos en los que me ausenté de allí. Quiero decir, la sorpresa de la experiencia física y la gravedad que me empujó hacia el suelo, lo recuerdo nítidamente. Fueron solo unos segundos, pero a mí me dio tiempo a ser consciente de todo lo que había ocurrido. Si exagero, me dio tiempo hasta intuir lo que iba a pasar. No lo que iba a pasar a continuación, cuando aparecieron amigos por todos los lados y le devolvieron con generosidad toda la agresividad de su puñetazo al italiano. Me refiero a lo que iba a pasar mucho tiempo después, a todo lo que vino luego, a lo que ha sido mi vida, hasta hoy. Hasta hoy cuando vuelvo a estar borracho aunque no haya bebido una puta gota de alcohol y me atrevo a contarte todo esto. Somos así, hijo, no somos conscientes de la repercusión de todo lo que sucede a nuestro alrededor, pero todo repercute, todo emborracha. Pobre italiano, no pudo celebrar la victoria de su selección. Si me preguntas, no le volví a ver. Si quieres saber por qué me pegó, pregúntale a tu madre. Si te preguntas a qué coño viene todo esto, piensa en lo que ha pasado estos últimos días y acuérdate de ello cuando la semana que viene le preguntes a tu madre cuándo va a volver papá. Si es que te lo preguntas, claro. Y, por cierto, gane quien gane el mundial de Sudáfrica, jamás se te ocurra decirle a un italiano que, para ver como le pegan a la pelota, es mejor golpearte las tuyas contra el trasero de su madre. Ésa fue la primera vez que me partieron la cara, aunque, la verdad, ha sido mucho más dolorosa esta última. Ni tan siquiera he podido consolarme pensando que podría sacar una lección de futuro. Espero que, al menos, te sirva a ti. Y, una última cosa, algún día entenderás que Manolo Sarabia, digan lo que digan, fue mucho mejor jugador de lo que serán nunca Cristiano Ronaldo y Messi. Tú confía en tu padre, ya lo entenderás cuando te partan la cara por primera vez.

Café Puerto Rico


Los putos montajes fragmentados de las películas independientes y la estructura del videoclip nos han cambiado la percepción. Piensa también en la fotografía: las exposiciones fotográficas, las campañas publicitarias, las portadas de periódicos y revistas. La página principal de tu web preferida. Después, siéntate a tomar un café en una cafetería. Mira por la ventana. Tu percepción del movimiento ha cambiado. No tienes habilidad para secuenciar tu atención. Vas de las ramas que mueve el viento, al tráfico inquieto, al transeúnte con prisa, a la señora que se asoma al balcón. Vas prestándoles atención a sacudidas, en fracciones, a un ritmo pixelado y descompuesto. Cuando terminas, no te acuerdas de nada. Solo guardas un eco entrópico e inconsciente sin certezas viscerales. Tampoco racionales. Solo pura y reveladora estética. Y lo peor de todo esto es que gracias al cine americano y a la industria musical, tampoco eres capaz de compartir esos pensamientos con nadie más. Solo con el vórtice silencioso de la red virtual, así que tecleas mientras bebes café, miras por la ventana y piensas en cómo serás capaz de descargarte la película de Omar Rodríguez López.

jueves, 10 de junio de 2010

La verdad (te digo)


La verdad es relativa. La relatividad lo impregna todo. Quedan nueve días para mi cumpleaños. Nueve. Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, treinta y cuatro. ¿Te lo crees? Llaman a la puerta y abres sin mirar por la mirilla. ¡Sin mirar por la mirilla no! ¡Con los tiempos que corren! ¿Quién es? ¿Es el escritor? ¿Es el personaje? Con los tiempos que corren, quien sabe. Las teorías ya no son verdades absolutas. Nunca lo fueron, pero ahora, la relatividad lo impregnant todo. Te lo digo de verdad, estoy hasta los huevos porque por más que busco no encuentro huevos del uno. ¿Sabes lo de los números?, ¿no? Tío, en los tiempos que corren deberías mirar por la mirilla. Un tío llamó a la puerta y me dijo: si pone un 3 en el código de barras, se ceban con los pollos que no veas. Si pone un dos, pues bueno, pero ve y pregúntale a las gallinas si sí o si no. Si pone un uno o un cero, entonces sí, aquello es el paraíso de las aves galliformes. Gallifantes. Éramos como dos gallinas en la media tarde, apostadas en el palo mientras el horizonte empezaba a arder sin misericordia alguna, decía Lodovico, mientras Antonio Dusi miraba por la mirilla porque acababan de llamar a la puerta. La verdad es un protocolo TCP/IP. Eso es internet, un gallinero, un gallinero relativo. La verdad te digo, como esto no cambie, va a poner huevos del uno su puta madre.

miércoles, 2 de junio de 2010

Handic-up


Tengo mis motivos, por muy ridículos que sean. Hacer el ridículo me mola. Como usar me mola para parecer más ridículo... también me mola. Tengo un handicap muy bueno, le digo, y se me queda mirando con recelo. Así que me lanzo, ¿qué gomina usas, por cierto?, me encanta lo pringoso que te queda el pelo. Y se echa para atrás. Arrastra su cubata hacia él, como si se lo fuera a robar, y eso me hace gracia, porque la barra es libre, y me echo a reír, quizás, y solo quizás, de una manera ridícula que le haga creer que estoy loco: handic-up. Handic-up. Me ha entrado el hipo. Se vuelve y mira hacia la mesa y se cruza su mirada con la de su amigo, y sonríe incómodo, y sin saber cómo, dice, "perdoname" y se va. Yo no dejo de reír.
Tengo mis motivos. Me han invitado a una boda de pijos, te lo digo así. ¿Y qué hago yo aquí? Pues emborracharme, claro. A mi mujer se la ve cómoda. Demasiado cómoda. No me ha echo caso en toda la puta cena, pero no se lo echo en cara, la culpa es mía, he pasado más tiempo en la barra que en la mesa.
Ella llena el hueco de mi amigo engominado por sorpresa:
¿Qué haces?
A ella no la miro a los ojos.
Nada, celebrarlo.
Ya no me río. Sé que todo el mundo sabe que el tono de voz informa más que las propias palabras que pronunciamos. Así que, como eso no puedo trasladároslo, lo pongo en mayúsculas, aunque ella lo susurrura:
PUEDES HACERME EL FAVOR DE VENIR A SENTARTE A LA MESA CONMIGO... Y DEJA DE BEBER.
Claro.
Y se pone de pie y con agilidad sortea a la gente que ya ha termiando de cenar y sale y entra de la sala, saludan y no lo hacen, bailan y se tropiezan, hablan y ríen o permanecen sentados como trasportados a otra dimensión. Yo voy detrás, en mi propia dimensión, ridícula dimensión en la que me mantengo en equilibrio porque noto el frío y húmedo tacto del vaso de cubata en mi mano. Su hermana mayor nos espera en la mesa, con la misma cara de reproche que ponía mi madre cada nochevieja.
Antes de llegar, murmuro:
Handi-cup, imitando el hipo.
Y ella se da la vuelta de golpe.
¿Qué?
Por el rabillo del ojo veo a mi amigo engominado hablando con el novio sin quitarme ojo.
¿A ti te gusta el golf?
La mirada de su hermana es tan penetrante que me siento desnudo. Pero me gusta sentirme desnudo, porque así me siento más ridículo aún.
NO SEAS GILIPOLLAS.
Dice mientras se sienta, y me siento a su lado obviando todas las palabras que ha dicho y con el tono de voz con que lo ha dicho porque aún siento el húmedo y frío tacto del cubata en mi mano.
¿Tú me quieres?
La hermana suelta una sonrisilla pérfida.
¿QUÉ?
Deberíamos hacernos pijos.
DEJA DE BEBER.
De verdad, ¿verdad, querida hermana? Yo creo que haría un pijo estupendo, solo necesito un poco de gomina. El golf se me da bien... Tengo un handic... handic-up...
Me vuelve el hipo. Y ella me mira con dolor, con vergüenza, con el amor destilado con el que me miro aquella primera vez. Me siento ridículo. Agusto y ridículo. Suelto el cubata y me pongo cómodo en la silla. Hipo.
Yo también te qui-e-qui-e, ro, hip. Digo y me siento felizmente ridículo mientras me giro, me encuentro con mi amigo el engominado y le guiño un ojo en un gesto que el convierte en una mueca de asco.