martes, 5 de enero de 2010

Pan


Todo lo que tenía que hacer era comprar el pan. No era tan fácil, sin embargo. Se había levantado a las siete de la mañana, sin rodeos, como un resorte, adelantándose al despertador. Sonó después, más tarde, cuando ya corría el agua tibia en la bañera… Se estaba afeitando y el inesperado estallido punzante le dejó de recuerdo un jabeque en la mejilla.
Se notaba algo ansioso, más nervioso de lo acostumbrado. Acelerado en los movimientos, renqueaba cuando no ocupaba el tiempo en algo: al terminar de asearse, de desayunar, de calibrar el día por la rendija de las cortinas, de acicalar la casa, ahuecar la almohada, sacar brillo al oropel… Hubo un momento acuciante cuando descubrió que no tenía nada más con que disculparse. Se encontró de pies, inquieto, en medio del salón. Se llevó el dedo gordo a la boca y mordisqueó la uña. Se estaba poniendo cada vez más nervioso. Buscaba un salvavidas en un mar proceloso. Sentía ya vivas las ganas de hablarse a sí mismo, pero eso no, no, no podía volver a oír Aquella Voz. ¡El teléfono! Vio el teléfono sobre la mesilla con su toquilla amarilla y las fotos de ojos penetrantes que ya no penetraban, le atravesaban, sin dejar huella, como si fuera un holograma hueco. ¡El teléfono! No podía volver a oír Aquella Voz. Se lanzó al sillón, se acurrucó junto a él y pensó: a alguien tengo que llamar, a quién, a quién puedo llamar, qué puedo decir, a quién, a quién… Aquella Voz cada vez estaba más cerca, ya se oían resonar los pasos de los zancos de los flancos y las alas de Aquella Voz ponzoñosa que planeaba sobre su mísera, vacilante, mutilada… ¡Claro! ¡A…..! Se le ocurrió llamar a su amigo ….. Podía preguntarle por la algarabía que había hacía tres días en el rellano de su portal, lo vio desde la ventana, el jueves, y se preguntó: qué demonios a organizado Don ….. Fue la última vez que escuchó Aquella Voz. La Voz… Ya no estaba seguro de llamar a ….. La última vez que escuchó La Voz, pronunció el nombre de ….. ¿Qué podía hacer?, por Dios, ¿qué podía hacer? Cada vez estaba más cerca, habíanle empezado a temblar las piernas, las manos, se detuvo a mirarlas, se desbocaba el caballo, perdía las riendas…
Se puso de pie de golpe, de súbito, como se levantó esa misma mañana, y ante la sorpresa mayúscula de si mismo, dijo alto y claro: “bien, vamos a ver, qué ostias pasa contigo, ¿te quieres comportar como Dios manda? Ahora mismo te vas a sentar en la cocina, vas a coger el bloc, el lápiz y vas a trazar un plan bien definido de lo que tienes que hacer para comprar el pan. Solo tienes que comprar el pan, ¿de acuerdo? Solo tienes que comprar el pan”. Mientras tanto, estaba claro, había ido andando, decidido pero cauteloso. Recorrió el pasillo, abrió la puerta de la cocina y ya estaba sentadito a la mesa, con el bloc enfrente, el lápiz a la vera y jugaba a esconder el asombro por su arrebato perdiendo la mirada en el crujir luminoso del fluorescente que no acababa de encenderse. Pero no podía: se había enfrentado a La Voz con Otra Voz, ésta, contundente, cabal, poderosa, suya, ¿mía?, pensó, ¿había sido él?, ¿qué había pasado? Pero no podía pararse a pensar qué pasaba, solo debía seguir acatando a La Nueva Voz que se apoderaba de él, varonil, segura, directa: “Bien, escribe: título: Comprar el pan”. Escribió. “Primer paso: buscar en la cómoda la calderilla, contar el dinero, averiguar cuánto cuesta el pan, ¿te acuerdas?” Empezaba a hacer buenas migas con La Nueva Voz, a Aquella Voz ya ni la recordaba, no se la intuía, ya no la sentía agazapada tras la casamata de su conciencia enfermiza. El pan costaba ochenta céntimos. Apuntó: “Contar ochenta céntimos”… Así ocupó una hora fugaz, en solaz conversación con su Nueva Voz, trazando un plan estratégico que le sirviera para comprender qué fácil era su tarea: solo tenía que comprar el pan.

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